Aunque pueden llegar incluso a solaparse, como se puede comprobar estos días en el sumario del caso Pokemon, a la hora de planificar y acompañar nuevas inversiones empresariales, los plazos que apura la clase política no suelen coincidir con los que necesita el sector privado. Es cierto que ambas esferas buscan a veces sincronizarse, pero esto acostumbra ser motivo de incertidumbre y de no pocas decepciones, porque las proclamas políticas, no suele corresponder en tiempo o forma con lo que finalmente llevan a cabo las empresas.
Así ocurrió con las tribulaciones vividas por los contratos de Pemex. Desde que en abril de 2012 se hiciesen públicas las conversaciones entabladas entre la Xunta y la petrolera, hubo que esperar cerca de dos años para que esta última confirmase las expectativas suscitadas. El prolongado periodo que transcurrió entre el anuncio político y la adjudicación empresarial dio pábulo a todo tipo de rumores, desencuentros y acusaciones. Por fortuna, el interés de la petrolera es firme y superará las unidades contratadas hasta la fecha.
Este caso es, quizá, el más reciente de esta discrepancia. Los políticos con responsabilidad de gobierno necesitan salpicar la actualidad diaria con titulares positivos que den cuenta de su abnegada y eficaz dedicación. Una tendencia que se exacerba ante la inminencia de un proceso electoral, cuando se pasa a regar de manera inclemente a la opinión pública. Bajo estas últimas circunstancias se enmarcan los sucesivos pronunciamientos sobre las intenciones de Pemex. En cuanto al ritmo de trabajo en las empresas, las inversiones avanzan quemando etapas de un calendario propio que rinde cuentas a sus intereses. Y se trabaja sin publicidad; a lo sumo aireando cierta información con el objetivo de obtener rentabilidad de la expectación creada.
Otra muestra de este proceder dispar la encontramos en el plan eólico. Presentado formalmente en noviembre de 2010, a día de hoy tan sólo se han autorizado tres parques que representan 60 megavatios de los 2.325 adjudicados. “El mayor plan industrial de Galicia”, como lo calificó en su día la Consellería de Economía, no ha cuajado. Se esfuerza la Xunta, dentro de sus competencias, en reactivarlo, pero al sector no le salen las cuentas tras la modificación de las reglas de juego.
Echando la vista atrás quedan al descubierto nuevos anuncios de proyectos que se evaporaron: Vigo soñó con la instalación de la planta de baterías eléctricas de Mitsubishi; Ourense, con su coche eléctrico; A Coruña, con el desembarco chino en su puerto exterior. No cabe duda de que la bola de nieve que fue la crisis afectó al desarrollo de estos planes; no obstante en momentos de prosperidad también se anticipó el cierre del ciclo de producción del papel, mediante la construcción de una factoría en Ponte Caldelas, o los provechosos réditos que proporcionaría la elaboración de biodiesel a la comunidad. Está claro que todos los anuarios guardan ejemplos de cómo política y empresa, a la hora de planificar inversiones, suenan a distintas revoluciones.
Así ocurrió con las tribulaciones vividas por los contratos de Pemex. Desde que en abril de 2012 se hiciesen públicas las conversaciones entabladas entre la Xunta y la petrolera, hubo que esperar cerca de dos años para que esta última confirmase las expectativas suscitadas. El prolongado periodo que transcurrió entre el anuncio político y la adjudicación empresarial dio pábulo a todo tipo de rumores, desencuentros y acusaciones. Por fortuna, el interés de la petrolera es firme y superará las unidades contratadas hasta la fecha.
Este caso es, quizá, el más reciente de esta discrepancia. Los políticos con responsabilidad de gobierno necesitan salpicar la actualidad diaria con titulares positivos que den cuenta de su abnegada y eficaz dedicación. Una tendencia que se exacerba ante la inminencia de un proceso electoral, cuando se pasa a regar de manera inclemente a la opinión pública. Bajo estas últimas circunstancias se enmarcan los sucesivos pronunciamientos sobre las intenciones de Pemex. En cuanto al ritmo de trabajo en las empresas, las inversiones avanzan quemando etapas de un calendario propio que rinde cuentas a sus intereses. Y se trabaja sin publicidad; a lo sumo aireando cierta información con el objetivo de obtener rentabilidad de la expectación creada.
Otra muestra de este proceder dispar la encontramos en el plan eólico. Presentado formalmente en noviembre de 2010, a día de hoy tan sólo se han autorizado tres parques que representan 60 megavatios de los 2.325 adjudicados. “El mayor plan industrial de Galicia”, como lo calificó en su día la Consellería de Economía, no ha cuajado. Se esfuerza la Xunta, dentro de sus competencias, en reactivarlo, pero al sector no le salen las cuentas tras la modificación de las reglas de juego.
Echando la vista atrás quedan al descubierto nuevos anuncios de proyectos que se evaporaron: Vigo soñó con la instalación de la planta de baterías eléctricas de Mitsubishi; Ourense, con su coche eléctrico; A Coruña, con el desembarco chino en su puerto exterior. No cabe duda de que la bola de nieve que fue la crisis afectó al desarrollo de estos planes; no obstante en momentos de prosperidad también se anticipó el cierre del ciclo de producción del papel, mediante la construcción de una factoría en Ponte Caldelas, o los provechosos réditos que proporcionaría la elaboración de biodiesel a la comunidad. Está claro que todos los anuarios guardan ejemplos de cómo política y empresa, a la hora de planificar inversiones, suenan a distintas revoluciones.